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Gina M. Lacayo

Amparo

Luis Procuna Montes, conocido como “El Berrendito de San Juan”, fue uno de los tres matadores que en 1946 inauguraron la Plaza de Toros Monumental Ciudad de México, oficialmente Plaza México, el coso más grande de ese país y el de mayor aforo en el mundo con capacidad para 50.000 espectadores. Los otros dos fueron Luis Castro “El Soldado” y el español Manuel Rodríguez “Manolete”. Luis Procuna también era el esposo de Consuelo Chamorro Benard, la hermana gemela de mi abuelo Popo, el esposo de mi tía Bertita. Dicen que los nietos de gemelos pueden tener embarazos múltiples, por eso en mi familia cada vez que alguien se embaraza le recetan gemelos y nadie duerme esperando el resultado del ultrasonido, sobre todo cuando es el primer hijo. Son ya 32 biznietos y a pesar de los trillizos de mi prima Claudia, aún no hay gemelos.

Mi tía abuela Chelo, como la llamaban con cariño, se casó con Luis Procuna y vivió con él en México el resto de su vida, aunque siempre mantuvo contacto con su país de origen. Sus hijos Amparo, Flor, Luis, Carmen y Rosendo visitaban Nicaragua con frecuencia. A sus 16 años, Amparo, la hija mayor, era una chica muy “rebelde” según sus padres y la enviaron un año a Managua para que se “moderara”. Amparo viviría con su abuela, Tina Benard Chamorro, una gran actriz de teatro. A su vez mi abuela Bertita, su tía, se encargó de Amparo y las dos hicieron muy buenas migas, siendo igual de divertidas y extremadamente creativas. No sé si ese año que pasó con su abuela Tina y con Bertita, Amparo moduló su rebeldía o simplemente la refinó –una rebeldía que, al menos para mí, no era más que “soltura”.

La relación de los primos se fortaleció durante los años 70 cuando mi mamá y su hermano Adolfo vivieron en México mientras él estudiaba, pero al acabar la universidad ambos regresaron a Nicaragua y retomaron sus vidas enfocadas en la revolución sandinista y los hijos. Mientras tanto, la familia en México desarrolló su veta artística. Flor empezó a actuar en telenovelas y también su padre que, sin dejar de torear, protagonizó la película documental Torero, considerada por muchos críticos como la mejor en materia taurina y en la cual él demostró sus dotes para la pantalla grande. Los nietos de Chelo y Luis también comenzaron a dar pasos en la actuación y Alejandra Procuna, hija de Amparo, se convertiría en primera actriz.

En los años 90 mi mamá viajó a México y quiso verlos, pero el único contacto que tenía era un antiguo número telefónico de su tía Chelo. Marcó sin éxito. En la víspera de su regreso a Managua, por aquellas casualidades de la vida o la conspiración del universo, ella se encontró en un supermercado capitalino con Carmen, la hija menor de Chelo y Luis. Se reconocieron y esa misma noche se reunieron en su casa. Llegaron los tíos y todos sus hijos, y el encuentro fue tan alegre que mi mamá perdió el vuelo.

El miércoles 9 de agosto de 1995, Luis y Chelo abordaron un avión de Aviateca rumbo a Nicaragua. Él tenía 72 años y ella 70. Iban acompañados de una banda de músicos que participaría en un festival de teatro. La nave con 58 pasajeros a bordo y siete tripulantes se estrelló a causa del mal tiempo en la ladera del volcán Chinchontepec, a unos 60 kilómetros de San Salvador. No hubo sobrevivientes. La familia compartió una tristeza enorme que la unió aún más.

Desde entonces, la relación volvió a ser estrecha con un ir y venir entre México y Nicaragua. Las bodas eran la excusa perfecta. En una de sus visitas a Nicaragua yo me hice amiga de Daniela, la hija menor de Carmen. Me encantó su energía, se reía por todo. Justo en ese tiempo fui con mi prima Alejandra a poner una carta para su novio que vivía fuera del país. Era la primera vez que yo iba al correo y la experiencia me encantó. Así comenzó también un intercambio epistolar con Daniela que duró dos años, hasta que llegó mi turno de visitarlos en México.

En ese viaje y a medida que los iba conociendo, descubrí una parte de mí que deseaba expresarse como ellos, adaptándose con facilidad a cada momento. A los pocos días mis primas me habían cambiado el look, la ropa, el maquillaje y nada de media cola o pava (fleco)… Me llevaron a los antros de moda y en una ocasión compartimos con la familia un almuerzo que comenzó a las 11:00 a.m. y terminó nueve horas después, bailando una coreografía que todos conocían menos yo, al son de “No rompas más mi pobre corazón”, de la banda estilo country, Caballo Dorado. Niños, niñas, tíos, tías, esposo, primas, novios, todos se movían en forma sincronizada con gran soltura y deleite. Yo quería sentirme libre, quitarme la timidez que me paralizaba. Al final, como pude aprendí la coreografía y me solté un rato.

En cuanto a ellas, cada vez que visitan Nicaragua lo impregnan todo con su alegría, saben sacarle jugo a la vida y quienes reconocen a Alejandra en las calles de Granada o de San Juan del Sur siempre se llevan su autógrafo o una selfie con ella. Y aunque aprendieron en carne propia que no todo es fiesta, si el dolor las vence se levantan buscando el lado hermoso de la vida. Mientras haya música, dicen, ellas bailan y si es posible también cantan.

Mi tía Amparo mantiene conectadas a las familias gracias a su cercanía con mi mamá. En los mensajes de voz que le envía y que me autorizó a rebelar, le dice “Mi Gina preciosa” e invariablemente se despide con un “tu prima Amparo, la Faraona”. Se viste con faldas largas y camisas de mangas abombadas o con un atuendo estilo español, la falda pegada al cuerpo y un sombrero cordobés. Lo mismo se pone un vestido estampado de flores que uno de lentejuelas, o un pantalón de talle alto con botas de tacón; el cabello rojo o morado, dependiendo de la peluca que escoja esa mañana. Juega con su apariencia y se reinventa como si la vida fuera un perpetuo escenario donde es un imperativo cambiar de imagen. A raíz del covid le ha tocado estar sola bastante tiempo, pero a sus 74 años igual se arregla: “Yo solita me echo mis porras, me arreglo para no deprimirme”, le dice a mi mamá.

En días pasados le envió una imagen a través de las redes, explicando: “En esta foto me sentí guapísima, por eso le dije a mi nieta: ‘Ponme en esta cosa, mi amor, para que me vean’”.

Me encanta cómo se quiere, cómo aprecia su rostro y su gracia. Y a pesar del auge en las redes del tema del self love y la valoración de nuestro cuerpo tal cual es, yo vine a aprender de mi tía Amparo que mirarse al espejo y encontrarse bella es la clave del amor propio. Amparo y la aceptación. A un año de iniciada la pandemia, se jacta de que ya puede asomarse un poco más a la calle con riguroso cubre bocas y lentes de sol. Aunque ya no se maquilla, “con bañarse es más que suficiente”, le dice a mi mamá. Y agrega: “En estos días ando sin gota de pintura, pero tú sabes que la que es bella es bella, amor”.

Me recuerda a mi abuela Bertita y, de hecho, Amparo dice que para ella Nicaragua se llamaba Bertha. Eran las dueñas del show y de los vestidos fulgurantes. Ocurrentes es la palabra que se me viene a la cabeza cuando pienso en ambas. “Traéte el vestido que tengas con más brillante, plumas y color. Yo sé que vos no sos así, pero mi tia Bertita debía tener un montón, ella era la reina de eso”, le dijo Amparo a mi mamá cuando ella se alistaba para viajar a México a inicios de 2020, justo antes de la pandemia. Amparo cumple años el 16 de febrero, el mismo día que Bertita. Son acuario, como yo.

Con Amparo ratifiqué el amor de mi abuela Bertha por la alegría: “Yo quiero ser como ella, cuando yo llegaba a Managua venía por me al hotel comiéndose un enorme helado. Ahí me maquillaba y nos tomábamos unos traguitos antes de salir. Fue una persona muy importante en mi vida y hasta el día de hoy. Me causaba una alegría espantosa.”


Me pregunto por qué he tenido que destinar tantas horas de mi vida a terapias y al trabajo interior para aprender a divertirme cuando en mi ADN tengo la memoria de una familia que, como dijo Irene mi editora, es “tropicalmente budista”.

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